> Por Elizabeth Chorubczyk
Los
estereotipos infantes de las identidades trans suelen estar dentro del
binarismo, incluso a veces no es tanto la identidad de género sino la
orientación sexual lo que los padres leen temerosos en las conductas de sus
hijos: El nene que juega con las muñecas, la nena que juega al fútbol. Obviamente con la lucha feminista clásica por
la “igualdad” de género, los hábitos masculinos no llaman tanto la atención
como los hábitos clasificados como femeninos en los varones. Según esos
estereotipos yo quería tener el pelo largo y expresar cierto fanatismo por el
rosa. Según mi recuerdo nada de eso me pasó, y hoy día me defino mujer trans.
effýmia |
Desde muy
chica he representado para los otros una cierta ambigüedad sexual que gocé en
mi primera infancia vivida en Israel, pero que luego al llegar a Argentina ya
era más consciente y dirigida. Mis modelos a seguir eran mi hermana mayor
(bastante masculina por ese entonces) y algunos personajes “femeninos” de la
televisión. Me acuerdo mucho de Sailor Moon… me empezó a gustar en el cuarto
capítulo que es en el que aparece por primera vez Sailor Jupiter: una chica muy
alta, fuertísima y machona. (Durante una década mi color favorito era el verde
por su traje). Más adelante, en esos mismos dibujitos, apareció una pareja que intuí toscamente como un duo lésbico. Me encantaba la de pelo corto que se vestía “de varoncito” y luego se
transformaba con ese vestido de marinero para patear traseros. Ni hablar con la
generación posterior de transformistas donde tres guerreras ocultaban su
verdadera identidad bajo una apariencia masculina durante toda una temporada.
Esos eran mis modelos, yo amaba a cada una de esxs sailors, y pensaba que al
crecer iban a crecerme los pechos como a ellas, e iba a tener que pensar en
cómo disimularlos… me seducía la idea de usar camisas cuando fuese mayor. Yo
era una nena que quería ser leída como nene, lo que no era tan difícil puesto
que para la sociedad yo habría nacido varón. Gozaba de los atributos masculinos
que representaba tener pene y el derecho de llevar el pelo corto, cuando mi
identidad “femenina” era un secreto casi como el de los superhéroes: mágica e
igual de poderosa. Si alguien lo descubría me enojaba o lo negaba, a menos que
sintiese complicidad o aprobación por quien se daba cuenta que en realidad yo era
una nena, o más bien, una guerrera.
A medida
que fui creciendo, posiblemente este goce por los atributos masculinos hizo que
retrasase mi identidad como mujer puesto que implicaría una feminización que no
me interesaba, y una falta de dualidad que me era placentera. En mi proceso de
reemplazo hormonal, a lo largo de estos últimos tres años, no encontré tanta
empatía con las travestis y chicas trans
como con las masculindades trans y algunas lesbianas. Suelo alterarme cuando
alguien me dice diosa o reina, mi respuesta suele ser una simpática corrección
“ni reina, ni princesa, plebeya del pueblo”. Detesto tener las uñas prolijas,
nunca me peino, y la mayoría de las intervenciones en mi cuerpo tiene que ver
más con una elección personal que con una necesidad de reconocimiento/camuflaje.
Un hombre que comenzó a suministrar testosterona en su cuerpo me dijo que iba a empezar a depilarse porque no le gustaba tener pelos en todos lados. Me identifico mucho más con esa lógica que con la de quienes debería sentir mayor paridad. Quién sabe, tal vez, en realidad, sólo quiero tener una vagina para empezar a fajarme los pechos… No me digas nenita, soy una marinero.
Un hombre que comenzó a suministrar testosterona en su cuerpo me dijo que iba a empezar a depilarse porque no le gustaba tener pelos en todos lados. Me identifico mucho más con esa lógica que con la de quienes debería sentir mayor paridad. Quién sabe, tal vez, en realidad, sólo quiero tener una vagina para empezar a fajarme los pechos… No me digas nenita, soy una marinero.